La leyenda del astrólogo árabe
W. Irving
Hace cientos de años, en los tiempos heroicos, vivió un rey moro; Aben Habuz se llamaba, que se sentó en el trono de Granada. Llevó en sus mocedades una existencia de constantes correrías y disipaciones, y cuando se vio machucho y acabado no deseaba más que vivir en paz con el mundo, para acariciar los laureles que había conquistado y gozar tranquilamente las posesiones que supo arrebatar a sus vecinos.
Pero ocurrió que a este débil y pacífico anciano le salieron rivales jóvenes, príncipes ansiosos de lucha y de gloria, que le pidieron cuentas de los saqueos y pillajes con que castigó a sus padres. Además se mostraban en rebelión contra Aben Habuz e intentaban invadirle su capital, ciertas comarcas del territorio de su reino que el soberano había tratado con mano dura en los buenos años de su dorada juventud. El caso fue que Aben Habuz tenía enemigos por todas las fronteras de su mando, y que esos enemigos eran fuertes y estaban decididos a avasallarle; y como Granada aparece rodeada de agrestes montañas que impiden observar los movimientos de un ejército que se acerque a la ciudad, el infortunado rey se veía obligado a sostener estado continuo de vigilancia y alarma, no sabiendo de donde iban a venirle los ataques que le amenazaban.
En vano levantó atalayas en las alturas y estacionó centinelas en todos los pasos, con órdenes terminantes de encender hogueras de noche y de levantar de día humaredas apenas se aproximara un grupo extraño cualquiera. Sus alertas enemigos; burlando toda precaución, se mostraban dispuestos a cruzar el desfiladero menos conocido y más difícil de salvar, para asolar las propiedades de Aben Habuz en sus mismo ojos, hacer prisioneros y regresar con el botín a las montañas. ¿Se halló nunca en situación más desagradable y molesta ningún monarca valetudinario y obligadamente pacífico?
Preocupado Aben Habuz con tales inquietudes y disgustos, acertó a llegar a su corte un medico árabe, muy anciano: le llegaba la barba a la cintura, blanca como la nieve, y presentaba evidentes señales de ser de muy avanzada edad, pero no obstante el peso de los años, había hecho a pie casi todo el viaje desde Egipto, sin más ayuda que un báculo tallado en jeroglíficos. Se llamaba Ibrahim Ebn Abu Ayud y le rodeaba gran fama diciéndose de é1 que vivía nada menos que desde los días de Mahoma, hijo de Abu Ayub, que fue él último de los compañeros que siempre iban con el Profeta... (para ver el final, descárgalo en Biblioteca)
Hace cientos de años, en los tiempos heroicos, vivió un rey moro; Aben Habuz se llamaba, que se sentó en el trono de Granada. Llevó en sus mocedades una existencia de constantes correrías y disipaciones, y cuando se vio machucho y acabado no deseaba más que vivir en paz con el mundo, para acariciar los laureles que había conquistado y gozar tranquilamente las posesiones que supo arrebatar a sus vecinos.
Pero ocurrió que a este débil y pacífico anciano le salieron rivales jóvenes, príncipes ansiosos de lucha y de gloria, que le pidieron cuentas de los saqueos y pillajes con que castigó a sus padres. Además se mostraban en rebelión contra Aben Habuz e intentaban invadirle su capital, ciertas comarcas del territorio de su reino que el soberano había tratado con mano dura en los buenos años de su dorada juventud. El caso fue que Aben Habuz tenía enemigos por todas las fronteras de su mando, y que esos enemigos eran fuertes y estaban decididos a avasallarle; y como Granada aparece rodeada de agrestes montañas que impiden observar los movimientos de un ejército que se acerque a la ciudad, el infortunado rey se veía obligado a sostener estado continuo de vigilancia y alarma, no sabiendo de donde iban a venirle los ataques que le amenazaban.
En vano levantó atalayas en las alturas y estacionó centinelas en todos los pasos, con órdenes terminantes de encender hogueras de noche y de levantar de día humaredas apenas se aproximara un grupo extraño cualquiera. Sus alertas enemigos; burlando toda precaución, se mostraban dispuestos a cruzar el desfiladero menos conocido y más difícil de salvar, para asolar las propiedades de Aben Habuz en sus mismo ojos, hacer prisioneros y regresar con el botín a las montañas. ¿Se halló nunca en situación más desagradable y molesta ningún monarca valetudinario y obligadamente pacífico?
Preocupado Aben Habuz con tales inquietudes y disgustos, acertó a llegar a su corte un medico árabe, muy anciano: le llegaba la barba a la cintura, blanca como la nieve, y presentaba evidentes señales de ser de muy avanzada edad, pero no obstante el peso de los años, había hecho a pie casi todo el viaje desde Egipto, sin más ayuda que un báculo tallado en jeroglíficos. Se llamaba Ibrahim Ebn Abu Ayud y le rodeaba gran fama diciéndose de é1 que vivía nada menos que desde los días de Mahoma, hijo de Abu Ayub, que fue él último de los compañeros que siempre iban con el Profeta... (para ver el final, descárgalo en Biblioteca)
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